La madre de Prokofiev, María Grigórievna Zhidkova (1855—1924), nació en San Petersburgo. A pesar de que su familia era humilde, recibió una educación amplia. Cuando se casó con Sergei Alekséievich, decidió dejar el ruidoso San Petersburgo por la tranquilidad y vida rural de Sóntsovka. Allí empezó a ayudar a su marido en las tareas administrativas y comunales. El pueblo sufría de pobreza y analfabetismo, y María Grigórievna dedicaba voluntariamente su tiempo libre para enseñar a los chicos campesinos.
La vida matrimonial de los padres de Prokofiev había sido atormentada por la prematura muerte de dos hijas, María y Liubóv. Cuando se aseguraron de que el tercer hijo había nacido sano y fuerte, la preocupación por su desarrollo y educación parecía haberse multiplicado por tres. Creían que cualquier sacrificio o sufrimiento para asegurar un buen futuro para Sergei estaría justificado. Tal vez cierto exceso de libertad le permitió a Prokofiev sentirse siempre protegido y seguro de sí mismo, fermentando en él el sentido de ser directo e independiente.
Sergei Prokofiev a la edad de un año con sus padres. En el jardín de Sóntsovka, 1892
En su Autobiografía Prokofiev escribe:
Nací en 1891. Borodín había muerto cuatro años atrás, Liszt cinco, Wagner ocho y Músorgski diez. A Tchaikovski le quedaban todavía dos años y medio de vida. Había completado la Quinta Sinfonía, pero todavía no empezaba la Sexta. Rimski-Kórsakov recién había terminado su Scheherezade y estaba preparándose para revisar la ópera Boris Godunov de Músorgski. Debussy tenía veintinueve años, Glazunov veintiséis, Skriabin diecinueve, Rachmáninov dieciocho, Ravel dieciséis, Stravinski nueve y Hindemith no había nacido aún. Alejandro III gobernaba en Rusia; Lenin tenía veintiún años y Stalin once. Yo nací el miércoles 11 de abril (Calendario Juliano), a las cinco de la tarde. Este era el centésimo día del año. El 11 de abril corresponde al 23 de abril según el Calendario Gregoriano, no al 24, como calculan algunos equivocadamente.
María Grigórievna recordaba: «Mi marido no tocaba el piano, pero le gustaba mucho la música y por eso apoyaba permanentemente la idea de mis lecciones. También ayudaba con todos los medios al desarrollo musical de nuestro hijo. (…). A veces sucedía que cuando realizaba mi habitual tarea musical, el pequeño Sergusha, de tres años, corría desde su cuarto hacia el hall donde se encontraba el piano y decía: „Esta canción me gusta. Quiero que sea mía“. A veces, cuando terminaba de interpretar alguna pieza, veía con asombro que estaba sentado tranquilo en un sillón y escuchaba mi música».