En la oscuridad del parque, celebrando a solas y entre rasgueos de cuerdas mi cumpleaños número veintiuno, mientras me daba buches de una botella de vino Viña 95, tuve la feliz idea de visitar a mi amigo Ricardo Alfaro, quien estudiaba en el Curso Preparatorio de Idioma Ruso en la Universidad de aquella ciudad. Compré otra botella para agasajarlo y ablandarlo, me deshice de parte de mi indumentaria silviesca y enrumbé por la Vía de Circunvalación hacia allá.
Con un par de tragos de vino y un cigarro que regalé al portero tuve acceso libre al recinto universitario: varias edificaciones blancas de tres o cuatro pisos de la típica arquitectura que brinda el sistema constructivo Gran Panel. A causa de la hora ya avanzada y para no llamar mucho la atención me tiré en la primera litera que encontré vacía en uno de los albergues, acogedor y silencioso, donde descansé de un tirón la fatiga de mis huesos.
En la mañana una algarabía de voces chillonas y risas nerviosas me despertó. De un salto me senté en la cama y me vi rodeado de rostros extraños, de tez oscura y dientes de blancura sin igual. Eran estudiantes de Madagascar y Bangladesh, envueltos sus tradicionales túnicas y vestuarios, otros aún con los piyamas puestos y los ojos legañosos. Me disculpé lo mejor que pude por la intromisión, y con ellos mismos conocí dónde se encontraba el albergue de la gente de Ruso.
Ricardo no se hallaba en el dormitorio, un amigo suyo me aconsejó esperarlo en el aula y al cabo de media hora lo vi aparecer. Realmente se alegró de verme y yo me alegré de que se alegrara, me dedicó todo el primer turno de clases. Ante mi insistencia para que entrara al aula y no le pusieran la ausencia me tranquilizó, comentándome que había ligado a la profesora, una tal Berta, tembona, pero hermosa y bien conservada y que precisamente anoche no se encontraba en el albergue porque se había quedado en su casa, como muchas veces pasaba. Esto venía a mis planes como anillo al dedo, pues de entrada tendría garantizada su litera en el albergue para pernoctar.
Después de terminadas las clases, en un banco oculto de miradas indiscretas despachamos la botella de Viña 95 y le conté con detalle de mis andanzas. Él, tan alocado o más que yo, lejos de recriminarme me dio nuevas ideas de qué debía hacer. Por lo pronto me dijo que me afeitara y cambiara de peinado para no llamar tanto la atención con la estampa silviesca. Me opuse persistente pues tenía la mira puesta en el Festival, donde pensaba aprovechar la imagen usurpada y sacarle buen provecho. En fin tranzamos en que iba a recortarme un poco el chivo y alborotar mis cabellos, cosa que no sería difícil dada su naturaleza ondulada.