Luego empezó algo aún más espantoso. Simplemente me golpeaban. Ese cabrón que destrozaba mi cuerpo por detrás me soltó de las cadenas y me arrojó al suelo.
Me ató las manos a la espalda con una cuerda áspera. Y mientras yo intentaba encogerme, retorciéndome de dolor, me levantó bruscamente la cabeza tirándome del cabello… y luego golpeó. Con tanta fuerza que perdí el conocimiento. Volví en mí cuando empezó a darme patadas en el vientre.
No sé cómo logré sobrevivir a todo eso. No podía gritar, solo gemía con un hilo de voz. Perdía el conocimiento una y otra vez, pero me hacían volver en mí… solo para volver a dejarme inconsciente con otro golpe.
En algún lugar del fondo gritaba otra chica. Me daba igual lo que le estuviera pasando. En ese momento, lo único que me importaba era lo que me estaban haciendo a mí.
Luego, mi verdugo tomó un látigo en las manos. Solo había visto algo así en las películas. Alcancé a verlo con mis ojos hinchados y casi cerrados: me sonrió con una mueca cruel, y luego vino el golpe. Ese silbido inconfundible… y el latigazo, ardiente, que me recorrió toda la espalda.
El látigo me desgarró la piel al instante, probablemente hasta la carne. La sangre empezó a brotar.
Por un tiempo dejaron de golpearme, pero luego todo volvió a repetirse. Es imposible describir con palabras lo que se siente en esos momentos. Supongo que la muerte, en casos así, te parece la única salida razonable. No puedes pensar en nada más, solo en ese dolor que desgarra tu carne.
No sé en qué momento dejaron de golpearme. El hombre se quedó allí, de pie, mirando mi cuerpo cubierto de sangre, y en su rostro no había casi ninguna emoción. Solo asco. Un asco total, implacable, que lo consumía por completo.
Simplemente se quedó allí, mirando cómo me retorcía de dolor sobre el suelo sucio. Cómo mis muñecas se cubrían cada vez más de heridas por la cuerda apretada, cómo sangraban las llagas abiertas por los latigazos. El hombre sonrió, casi sin darse cuenta. Le gustaba ver mi sufrimiento.
Pero eso no era el final… ni el límite de mi agonía.
El violador estaba junto a mí, sonriendo con una mueca depredadora. En la mano sostenía un extraño aparato de metal.
– ¿Y bien, perra? ¿Empezamos la diversión? – preguntó con una sonrisa cruel.
– Por favor… basta… no lo hagas… – el miedo se había congelado en mi mirada, y empecé a retorcerme aún más, desgarrándome las muñecas hasta hacerlas sangrar.