Entre viaje y viaje nació otra de mis grandes pasiones, la lectura, y eso se lo agradezco también a Claudia, en la mochila siempre me acompañaba algún bocadito para matar el hambre, un paquete de gofio mezclado con azúcar, yo era tremendo come gofio, y por supuesto un par de libros. Empecé leyendo revistas, claro está que imaginarán por qué, de ahí salté a los libros de aventuras y espionaje y después leía con fruición todo lo que me cayera en las manos. En la Secundaria me apodaron Polilla y yo sabiendo que el que proteste por un apodo más se le pega este me hice el desentendido para ver si se les olvidaba el nombrete, sin embargo mi afición casi fanática por los libros lo recalcaba. Hubiese querido en cambio que me llamaran Rey Arturo y una vez hasta lo insinué entre mis amigos de la escuela, pero fue tal la jodedera que me armaron que desistí del intento, pues un gracioso soltó en alta voz: lo que tú no eres el Rey Arturo el de la Tabla Redonda, sino Rey Arturo el de la cara de tabla y la risotada de todos, menos la mía, fue grande.
¡Claudia, Claudia, como te soñé! La noche que no lo hacía despertaba como vacío, y la que te soñaba más vacío todavía. Por las mañanas siempre tenía que lavar mis calzoncillos.
Mi primera novia por supuesto se llamaba como ella. Era rubita, flaca y de labios muy finos, casi una anti Claudia, pero era Claudia y de solo mencionar su nombre y cerrar los ojos era a la otra a quien besaba y llenaba de caricias. La segunda, Claudia también y la tercera Esperanza Cardenal; una mulata y culona, la otra albina y medio bizca. Total yo amaba con los ojos cerrados, vivía de mis ensueños.
Hubo una época, una rachita mala, en que no ligaba nada, ni Claudias, ni cardenales y entonces por asociación de ideas me dije, cardenal es una mancha rojiza, los chupones son también manchas rojizas, pero quién me los da y se me ocurrió entonces la idea de la manguera. Me situé un extremo en el cuello y el otro en la boca y succioné fuerte, el resultado fue fenomenal. Al otro día me aparecí en la escuela con el pecho y el cuello repletos de moretones de inequívoca procedencia y ante las preguntas ansiosas de mis amigos le di rienda suelta a la imaginación y les conté que me había empatado con una mujer divorciada, treintona, que era una loca en la cama. Daba gracia ver la atención con que me escuchaban y los levantamientos que podía discernir en sus portañuelas con mis historias cargadas de erotismo. Hasta las muchachas del grupo se entusiasmaron con mis cuentos y entonces me apetecieron, al considerarme un tipo de experiencia probada. Fue una linda época y el retorno de la buena racha.