Con ella vino un poco de solvencia económica, pues tenía un pariente minusválido que pagaba la patente para vender baratijas por cuenta propia y era ella quien fungía de vendedora, trabajo por el que recibía treinta pesos diarios. Alentado por aquella posibilidad corrí en busca de mi viejo empleador, el de la fabriquita de plásticos, quien por suerte aún seguía en el negocio y le propuse que me diera en buen precio cierta cantidad de mercancía para venderla en la mesa de Martica. Sé que accedió a ayudarme porque me cogió lástima cuando le conté el rosario de mis calamidades, pero el caso fue que me dio una mano en un momento difícil.
El albergue fue para mí una gran escuela, allí supe de verdad lo que era la solidaridad y también la traición, la alegría y la tristeza compartidas, la humildad y la ambición. Todos los contrastes, todas las virtudes y defectos humanos habitaban allí con nosotros. Conocí de celos, de amores rabiosos, de intrigas, de negocios sucios, de deslealtades, de mañas y marañas. Ante mí desfilaron, y casi siempre dejando huellas y recuerdos, hechos que jamás hubiese siquiera soñado que podían existir.
A Arnoldo, el hijo de Martica y a quien apenas si le llevaba dos años de edad, no le caía nada bien. El no disimulaba su malestar cuando nos veía juntos y hacía hasta lo indecible por llevar la discusión a punto de bronca. La madre, que lo mismo que se gastaba en mí un cariño inmenso, se mandaba también un genio espectacular, lograba calmarlo y terminaba pronto lo que estuviera haciendo para irnos un rato de allí y así evitar algo más serio. El argumento que más blandía el muchacho era que yo le estaba chuleando a su madre y que eso ningún hombre que se considerara hombre a todas lo soportaba.
Cuando me enteré que el tipo me estaba preparando una cama para arrancármela decidí enfrentarlo, porque en aquel ambiente si te arratonas después no levantas presión más nunca. Lo esperé hasta tarde en la entrada del albergue. Era pasada la media noche cuando dobló la esquina, me pegué cuanto pude a la pared y cuando lo tuve junto a mí, me le abalancé y tomé por las solapas. Le dije con rabia, masticando las palabras.
_Oye bien lo que te voy a decir ¡cojones! Si hasta ahora te aguanté tus caritas y bravuconerías fue por Marta, ¿me oíste? Pero ya me cansé, compadre_ lo sacudí fuerte_. Ve y busca un palo, un cuchillo, un machete, lo que te dé la gana y hasta puedes traer a un par de socios tuyos si quieres_ lo empujé con fuerza contra la pared_. Los voy a esperar, solito, en la línea del tren ¡Dale, arranca!_, y lo volví a empujar.