Siempre que disponía de tiempo me metía en alguna biblioteca y se pasaban las horas prendido a cualquier buena lectura. Descubrí a Borges y a Bioy Casares, a García Márquez que seguía asombrando al mundo, a Cortázar y a Dostoievski. Al que nunca me pude disparar completo a pesar de su fama fue a Carpentier, demasiado saber, me exasperaba, prefería a Onelio Jorge y Loveira. Fue en la biblioteca precisamente donde me adentré en el estudio del Código Civil y Penal, no tanto por mi afición al Derecho, sino por conocer hasta donde tipificaban mis andanzas como delitos, para cuidarme y no meter la pata. Así supe la diferencia entre robo y hurto, entre engaño y estafa, qué era la alevosía y qué la premeditación.
Pasé revista a mis ardides y tretas y me declaré inocente de haber cometido delitos mayores. Mucha gente, amigos verdaderos que tuve, me insistieron mucho para que cambiara mi forma de ser, me aconsejaron sinceramente que me pusiera a trabajar con el Estado, que a la larga me haría falta un retiro, pero sacaba cuentas y más cuentas, me fajaba y discutía conmigo mismo y nunca me di la aprobación para el cambio.
La naturaleza del carácter es congénita y por mucho que uno intente ser de otra forma diferente a la que has tenido desde el nacimiento resulta en extremo difícil, por no decir que imposible. Mi ánimo ha sido siempre el de la aventura y la vida fácil, me aburro muy rápido con cualquier actividad que realice por largo tiempo, la rutina me mata. Aparte de todo tenía mis propias experiencias, duras y poco frecuentes, la vez que había decidido formar una familia y mantener un hogar el Destino, al que siempre pongo como causa de mis pesares, me jugó la mala pasada del incendio.
Consecuente con mis deseos y tendencias de ánimo trataba siempre de satisfacer mis gustos y necesidades, pero cuidándome de no ofender, estropear o abusar de otros inocentes.
Una vez, no sé por qué, mariconerías de uno, me decía en broma Sebastián, un negro gordo y bonachón del albergue, me dio la taranta de hacerme de una cotorra. En parte le achaco esta fiebre al hecho de que cuando niño tuve una, bueno era de mi abuela, a la cual por un descuido Alfredo, el huérfano, aplastó con el balancín del sillón, la hizo mierda, y aquello me conmovió mucho y me prometí cuando fuera grande tener mi propia cotorra.