No mires atrás - страница 32

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Volví a gritar, pero el hombre ya no prestaba atención. Giraba la manija con entusiasmo, lentamente, para que el tormento no terminara demasiado pronto. Y yo gritaba y lloraba, pero ya no me movía – sabía que sería peor.

Abriendo un poco más ese artefacto, se detuvo, esperó a que me callara, y empezó a sacarme aquel instrumento de tortura. Un nuevo alarido rugió en la habitación. Y la sangre brotó de mí. El hombre soltó una maldición y me arrojó con asco un trapo blanco.

– No puedo trabajar así. Demasiado sucio – dijo. – Prepárame a la segunda muñeca.

El segundo hombre, el que me golpeaba y violaba, parecía un armario. Lo observaba con mi ojo hinchado. El segundo ojo no veía nada, y pensé: ¿y si ya no tengo un segundo ojo? Sentía un frío pegajoso que se me metía en el cuerpo, mezclándose con el dolor y una creciente sensación de impotencia.

Poco después escuché el grito de mi compañera de desgracia. Le taparon la boca, y luego oí golpes sordos y un aullido largo a través del mordaza. El armario la estaba golpeando ahora. Tal vez, en su mente, era la única forma de hacer entrar en razón a alguien.

Grita, muñeca, grita

Al cabo de un rato la pusieron a mi lado. Me desataron de la mesa y me corrieron un poco, para que hubiera espacio suficiente para la segunda conejilla de indias. Ya no podía moverme. El dolor me inmovilizaba. Ni siquiera podía mover los dedos, para no sentir esa lava abrasadora que se expandía por todo mi cuerpo.

El Alto sacó un atizador al rojo vivo de la chimenea y se dirigió hacia nosotras. Instintivamente volví a tensarme, pero luego suspiré con alivio. Le interesaba mi compañera. Ella lloraba y se estremecía de dolor.

Pero el hombre se mantenía implacable.

– Preciosa, créeme, si estás aquí, es porque te lo ganaste – dijo con calma. – Solo acepta tu destino.

Con estas palabras se subió a la mesa y le pisó el pie a la chica. Parecía que le había presionado el tendón. Algo incluso crujió, porque la pobre gritó aún más fuerte.

– Grita, muñeca, grita. ¡Ni siquiera te imaginas lo que te espera! – dijo el hombre mientras le acariciaba las nalgas, y luego se agachó en cuclillas entre sus piernas.

Estuvo un buen rato mirando y examinando algo, y luego llamó a su compañero.

– Ayúdame – le pidió.

El segundo desgraciado se acercó enseguida y empezó a sujetar a la chica, separándole las nalgas. Long metió el atizador al rojo vivo en su ano.