_Luis, le dicen el Plomo y no es por lo pesado que es. Dicen que se manda mal, está más que bien dotado. Amarilis lo sabía y quería probarlo, alardeaba que ella sí se la disparaba completa y mírala ahora cómo va.
Aquel comentario sobre dimensiones fálicas, el sobresalto, el efecto del alcohol y un poco de complejo de inferioridad hizo que se me enfriara hasta el alma. Las otras parejas también salían del agua y los imitamos. Nuestras mentes, ahora más lúcidas después del chapuzón nos forzaban a enfundarnos en los comunes pitusas descoloridos. Amarilis ni atrás ni alante quiso volverse a unir al grupo y las muchachas solidarias la acompañaron de vuelta, unos cincuenta metros delante de nosotros. Los varones acabamos de despachar la botella y empezamos a darle cuero al Plomo y cuero y cuero hasta que el tipo se decidió a hablar, que no, que no se la pudo meter, que cuando ella vio cómo era la cosa comenzó a recular y que no, que no. Ni siquiera la pinchó.
Al otro día coincidí casualmente con él en el baño y al verme mirarle de soslayo su aparato me soltó.
_Unos porque quieren tenerla más grande, y a mí porque me sobra un pedazo.
Tenía el rabo más largo que jamás en mi vida vi, nueve pulgadas en reposo, catorce y media parado. Yo no lo medí, me lo contó él y por lo que se apreciaba no debía haberse equivocado.
_Compadre, pero a usted hay que cambiarle el apellido, en lugar de Luis Maldonado eres Luis Biendonado.
_ ¡Ah, no jodas, tú también me vas a dar cuero!_ me dijo desconsolado.
_No mi herma, no es cuero. Alégrese de ser así, siempre es mejor que sobre y no que falte, además lo suyo tiene solución.
_ ¿Verdad?_ en su rostro se notaba alegría y esperanza._ ¿Cuál es la solución?
_Ponerte un pañuelo amarrado en el tronco del rabo como si fuera una arandela.
Tuve que salir de allí a millón porque el muy degenerado me lanzó no un cubo de agua, sino el mismísimo cubo por la cabeza, y era de zinc galvanizado.
Más tarde un sol juliano, tropicalísimo y achicharrador se ensañó en nuestras espaldas juveniles y trasnochadas mientras guataqueábamos unos interminables surcos de caña nueva. Con la resaca de la noche anterior y el cansancio del viaje parecíamos verdaderos zombis, los pesados azadones se levantaban arrítmicos y cansones, mientras nuestra ilusión se centraba en el remoto final del campo, donde un incitador y frondoso mamoncillo esparcía una sombra grande y fresca. Luis, Fidel y yo fuimos los primeros en llegar a él y a pesar de no haber hecho mucho hincapié en cumplir la faena con calidad sentía en las manos el escozor de las incipientes ampollas. A las muchachas las habían mandado a unos semilleros distantes de nuestro campo, por lo que nos sentíamos aún más abandonados y desalentados. Apoyamos las espaldas en el tronco rugoso, a lo lejos los otros sufrían aún bajo el sol.