Vivía a unas cuatro cuadras de allí, en Obrapía, casi al fondo de la Zaragozana. Su domicilio era apenas un cuarto con barbacoa, un bañito minúsculo y una cocinitica. El reguero y la suciedad que encontré eran de tres pares de timbales. Me contó farfullando que se llamaba Simón, tenía setentaiocho años, estaba solo desde que se le murió la vieja hacía tres años, le habían extirpado un riñón y un pulmón, no tenía hijos y estaba pasando más trabajo que un cochino a soga.
Por mi parte le dije que era huérfano desde pequeño, que había tenido una mujercita, pero que murió en el parto de nuestro primer hijo, que estaba destruido emocionalmente y que por eso había abandonado mi pueblo, huyendo de los fantasmas del pasado, que ahora andaba errante y sin punto fijo donde vivir. A pesar de todas sus desgracias el viejito no había perdido su sentido del humor y cuando hubo descansado un poco me agasajó con un café recién colado que me supo a gloria y mientras se le iluminaba el rostro con una pícara sonrisa me dijo.
_ Tú y yo somos como una tuerca y un tornillo, cada uno por su lado no servimos para nada ¿Por qué no te quedas a vivir aquí un tiempo? Así me ayudas y te ayudo.
Vi los cielos abiertos con su proposición, pero para darme aires de honesto y desinteresado comencé por rechazarle la oferta. Tanto me dio el viejo hasta que por fin le dije.
_Vamos a probar. Yo no soy muy buen cocinero y como amo de casa nunca me he probado, así que usted que tiene más experiencia, sus gustos y resabios me va diciendo lo que le gusta y lo que no, hasta ver si la cosa funciona.
Fue increíble la cantidad de trastos y cacharros que saqué con la primera limpieza que hice en aquel cuartucho: botellas vacías por docenas, trapos, revistas, zapatos sin parejas, un tibor lleno de huecos, ollas de hierro y aluminio tiznadas, requemadas, latas oxidadas y mil cosas más. Después conseguí una tanqueta de lechada y le metí dos manos de pintura a las paredes, destupí los caños, remendé la puerta, aseguré escalones, desinfecté el piso, cambié bombillos por lámparas de luz fría. Al cabo de una semana los pocos vecinos que lo visitaban miraban sorprendidos cómo había cambiado aquello desde que vino a vivir con Simón su sobrino.
Fui a visitar a mi madre y abuela a las que encontré bien de salud pero preocupadas por mi larga ausencia, las tranquilicé como pude y regresé con los documentos necesarios para instalarme en la Habana. Tan buena era mi suerte que a la vecina nuestra por el lado derecho, la del final del pasillo le dio un patatús y guardó el carro. El mismo Simón se encargó de hacer la solicitud del cuarto, ahora vacío, por colindancia y al cabo de un mes se lo autorizaron. Abrí una puerta de comunicación en la pared que los separaba y nos vimos en posesión de un local bastante bien conservado. Los funcionarios de Vivienda se llevaron todo lo servible que encontraron allí para entregarlo a otros casos sociales, por lo que entonces nos sobraba espacio o nos faltaban muebles que es lo mismo.