Lo triste, realmente triste, fue la partida. Con el cuento de que debía quedarme una semana más en Cuba por situaciones con los pasajes, los pude despedir a todos y ganas no me faltaron de llorar, lo juro.
También por poco lloro una semana después cuando fui al puerto a despedir a Bety. Fue de las últimas en abordar el “Ucrania”, una motonave viejuca, pero impresionante todavía por sus dimensiones y su albor. Me estuvo diciendo adiós y tirando besos hasta que el buque se perdió tras las murallas del Morro.
Quedé abatido y desamparado. Ya habían cerrado los albergues, todos los delegados habían partido de regreso a sus países y me vi en la calle y sin llavín. Ir a pasar unos días en casa del tío Alfredo en Bauta no me causaba mucha gracia, volver a mi pueblo a cargar las baterías para retornar con nuevos bríos y recursos a la Habana tampoco me atraía. Hasta pensé en regresar a los brazos de mi mulata santiaguera y pedirle perdón, mas mi destino ya estaba marcado y también deseché aquella opción.
Las primeras noches dormí en los bancos de las terminales de ómnibus y trenes. Sentirme acompañado por las decenas de personas que habitualmente hacen noche allí me daba más confianza. Por el día deambulaba por el Vedado o la Habana Vieja, conociendo los barrios y tratando de establecer alguna relación que me resultara de utilidad. A pesar de que el pelo, por no cuidarlo había vuelto a tornarse rizoso, veía con agrado como muchos me observaban largamente debido a mi semejanza con el trovador.
Una tarde, la del 19 de agosto de 1978, nunca la podré olvidar. Mientras descansaba en un banco del Parque de la Fraternidad la tortura hirviente de mis pies y trataba de aclarar la enredadera de mis pensamientos me quedé mirando a un viejito, que con dos pesadas jabas caminaba casi frente a mí. Su cansancio era evidente, cada diez o doce pasos tenía que bajar la carga para tomar un respiro, aparentaba unos ochenta años. Me colgué la mochila a la espalda y le ofrecí ayuda, me miró con ojos gastados a través de unos espejuelos culo de botella con un semblante realmente lastimoso.
_ ¿Va muy lejos, abuelo, quiere que lo ayude?
_ ¿Ehhh?
Ahora sí, me dije, aparte de ciego, sordo también, a este lo que le queda es si acaso una afeitada. Le grité más alto y me dio su consentimiento con una voz apagadita.